lunes, 30 de noviembre de 2015

De amor y de miedo.


Siempre se nos ha dicho que lo contrario al amor es el odio, pero yo creo que no, creo que lo opuesto al amor, aquello que nos impide amar, es el miedo. Es el miedo lo que nos provoca infelicidad, lo que nos saca de la paz, disfrazado de mil formas distintas.
Cuando me reprimo y, si no me das, no te doy, tengo miedo. Tengo miedo a abrirme, tengo miedo a salir perdiendo, a que tú salgas ganando. Y eso no es amor, es mercadeo. Si fuera amor, cuando ganaras tú, ganaría yo.
Cuando te reclamo, cuando te exijo una (o unas) determinada conducta y te culpo de mi infelicidad y pongo mi vida en tus manos, tengo miedo. Miedo a hacerme responsable de mi vida. Y eso no es amor, es necesidad, es dependencia.
Cuando estoy pendiente de todo lo que haces y de cómo lo haces, como un buitre al acecho, esperando a ver dónde fallas para saltar sobre ti y recordarte lo mal que te comportas, tengo miedo. Miedo a ser menos que tú, miedo a que te des cuenta de que eres mejor que yo y me dejes. Entonces, te recuerdo lo mal que lo haces, te machaco por tus fallos, tus incapacidades. Y eso no es amor, eso es rivalidad.
Cuando siento celos cada vez que atiendes a otro más de lo que me atiendes a mí, sea quien sea el otro, tengo miedo. Miedo al abandono, miedo a no ser una prioridad en tu vida, miedo a que me quiten el puesto que creo merecer. Y eso no es amor, es una enorme necesidad de sentirme especial.

Sin embargo, cuando dejo que todo fluya, cuando me abro a dar y a recibir, cuando dejo de poner el foco de atención en todo lo que creo que me falta, en todo lo que creo que no es como debiera, cuando te permito ser tal cual eres y te amo solo por ser, por existir, entonces, ya no hay miedo. Desde ahí no necesito controlarte, no te exijo nada, no siento celos, no negocio contigo, no me reprimo. Solo me abro a darte y eso me basta para ser feliz, porque entiendo que somos uno y que, dándote, me doy. Entonces, solo el hecho de verte feliz, me hace feliz. 
Y esto sí es amor.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Decir adiós


Cuando una persona llega a nuestras vidas, es para enseñarnos algo, siempre es para enseñarnos algo. El tiempo que permanezca a nuestro lado estará en función de la disposición a aprender juntos. Puede que dure toda la vida, puede que no. Pero si llegamos a un punto de estancamiento, si llega ese día en que vemos que no, que ya no, que hemos dejado de aprender el uno del otro para pasar al ataque frontal, a las acusaciones, a considerar al otro un rival en lugar de un compañero de viaje, es mejor decir adiós. Aunque duela, aunque esa decisión nos destroce por dentro, aunque sintamos que nos han arrancado una parte de nuestro corazón. 
Con todo y con eso, es conveniente dejar ir cuando llega ese momento, entender que lo que nos une es miedo, necesidad, apego... o amor, incluso si hay amor. Sobre todo cuando hay amor, pues es una muestra de amor infinito hacia la persona que sale de nuestras vidas (y hacia nosotros mismos) el darnos la libertad para dejar a un lado la insatisfacción, la rabia y la necesidad que reinaba en la relación. 
Lo ideal es hacerlo de manera amorosa, pero hay veces que es imposible. En ocasiones necesitamos provocar un conflicto tan insoportable que nos permita aferrarnos a él como excusa para hacer saltar todo por los aires. Y se pierden las formas. Y se odia. Y se grita. Y se falta al respeto. Y se demoniza al otro. Y acabamos convencidos de que ha sido todo una pérdida de tiempo enorme, de que nos han estado tomando el pelo y manipulando y de que nada ha valido la pena. Pero esto no deja de ser una coraza para evitar el sufrimiento de la pérdida. Detrás de la coraza encontraremos lo de siempre, una petición de amor. Una desesperada petición de amor.
Así de duro es, a veces, decir adiós.


lunes, 23 de noviembre de 2015

¡Pasajeros al tren!


Todos tenemos en nuestro bolsillo un billete que nos lleva, sin escalas, a la felicidad. 
Sin embargo, nadie (o casi nadie) hace uso de él. ¿Por qué? Pues porque a ese tren hay que subir sin equipaje, ligeros y eso da mucho miedo. 
En el último encuentro salió esta pregunta, muy interesante e imposible para mí de aclarar racionalmente. No tengo ni idea de por qué da tanto miedo, aún a sabiendas de que es la única manera de encontrar la paz. Solo sé que, para alcanzar la felicidad, es preciso soltarlo todo, abandonar la creencia de que hay algo externo a nosotros que nos esté aportando esa felicidad que anhelamos.
Racionalmente está claro que es así: si creemos que la felicidad nos la proporciona algo concreto, en el momento en que perdamos ese algo, dejaremos de ser felices. De hecho, soltándolo todo soltamos la idea de pérdida, sobre todo soltamos la idea de pérdida. Mientras sintamos que podemos perder algo, viviremos con miedo y angustia. Cierto que habrá momentos de tregua, instantes de felicidad, pero la sombra de la posibilidad de perderlo todo planeará sobre nuestras cabezas.
Por eso este tren se nos escapa una y otra vez, porque hay que ser muy valiente para estar dispuesto a dejar atrás nuestros apegos, esas cosas que hasta hoy nos han dado identidad. Por eso seguiremos prefiriendo vivir con miedo, porque nos contentamos con las migajas de euforia que se nos regalan cuando todo sale como esperábamos. Porque el riesgo a quedarnos vacíos nos aterra. Porque no confiamos en nosotros mismos y sí en lo que hay afuera.
Lo bueno es que este tren pasa todos los días a todas horas, así que siempre podemos decidir, cuando nos sintamos preparados para ello, cogerlo.

lunes, 9 de noviembre de 2015

Molaría

Siempre me parto cuando alguien compara alguna sensación (placentera, por cierto) con estar en el seno materno, como si alguno se acordara de lo que se siente en el seno materno. Sin embargo, hay algo que me fascina del feto y es esa manera tan perfecta y natural de dejarse llevar y de confiar.
La necesidad de controlar es la hija del miedo, dice Jorge Lomar. Y ahí está el feto, ajeno a todos los percances, ajeno a los peligros, ajeno a la cantidad de posibilidades de que algo salga mal.
Ahí está, solo, nadando en el líquido amniótico, tan tranquilo, con la seguridad absoluta del que sabe que tiene todo lo que necesita. Nada le preocupa. No está pendiente de que cada cosa se coloque en su lugar, no está dirigiendo el proceso de gestación. Simplemente, está, se hace presente, se deja llevar. Sin miedo, sin ansiedad, que sea lo que tenga que ser. Aún cuando las cosas no salen del todo bien, aún cuando hay malformaciones, da lo mismo. El nivel de ansiedad es nulo.
Así me gustaría vivir, con esa confianza en que todo va a salir bien, todo se va a acabar colocando en el lugar correcto, con ese aplomo del que sabe desde siempre que no controla nada, que no hay nada que controlar, que es absurdo dejarse la piel en empeñarse en que todo tenga un forma concreta. 
Así me gustaría pasar el tiempo, dejándome llevar, aceptando cada instante tal y como es. Sin ansiedad, sin la locura de quererlo tener todo atado, de trazar un plan para cada situación (un plan A, un plan B y un plan C, por si fallan el A y el B)
Quiero ser como un feto, sí, con esa inocencia tan pura. Quiero dejar de agobiarme, limitarme a estar presente, a vivir sin miedos, a comprobar que todo encaja sin necesidad de lucha, quiero dejar de empeñarme en nada, solo vivir mi experiencia, sea la que sea. 
No sé vosotros, pero yo veo imágenes de un feto y lo que primero me viene a la cabeza es la sensación de paz y de confianza. ¿Qué más se puede pedir?

martes, 3 de noviembre de 2015

Agradecer en presente de indicativo

Acostumbrados a evadirnos del presente, nos cuesta encontrar motivos para estar agradecidos. TODO es motivo de agradecimiento, porque cada cosa que ocurre, por molesta que sea, forma parte de nuestra vida y la vida es, en sí, motivo de agradecimiento. Pero eso no lo sabemos hasta que se convierte en pasado. Entonces es cuando vemos que, hasta lo más tonto, es grandioso. Entonces es cuando aprendemos a valorar todo lo que hasta el momento hemos desechado o despreciado. Pero para eso, muchas veces, necesitamos un Tsunami.




lunes, 2 de noviembre de 2015

Este bolsillo roto


¿Sabes esa sensación de vacío, esa sensación de vacío enorme, de que nada va como debiera, de que todo sale mal, de que cada vez que va a pasar algo "bueno" se te escurre de las manos?
(Vacío: Falta, carencia o ausencia de una cosa o persona que se echa de menos.) 
Sé cómo y cuándo se desencadenó, sé que fue una chorrada sin importancia, pero caí en la trampa y, a partir de ese momento, las cosas que me han ido ocurriendo parece que me quisieran hacer ver que sí, que últimamente todo va mal, que el mundo se ha confabulado en mi contra.
Por supuesto que no es la primera vez que lo siento, por supuesto que no va a ser la última, esto lo he sentido mil veces y aún recuerdo cuando pensaba que se podía llenar, que tenía que huir de esta sensación con otras sensaciones supuestamente placenteras pero igual de falsas. 
Sin embargo esta sensación es un bolsillo roto, ya puedo quererlo llenar que seguirá vacío.
Ahora, con más de 40 años a mis espaldas, sé que no hay nada que hacer, más que sentir esto que estoy sintiendo y esperar a que, como el humo del tabaco, se difumine para acabar desapareciendo. Sé que, precisamente, lo que no debo hacer es buscarle solución, pretender entender qué es lo que me falta, qué ha provocado todo esto, puesto que eso es lo que le otorga realidad y es absurdo tratar de solucionar un problema que no existe. De hecho, cuando me he enredado en la historia, me he sentido incapaz de averiguar qué es lo que siento que va mal, qué es lo que quiero, como cuando abro la nevera sabiendo que me apetece comer algo pero no sé el qué y nada de lo que hay dentro me satisface.
Así que, de momento, esta sensación me acompaña, sin resistencias, aceptando que, de momento, es lo que hay y que es absurdo que me resista a lo que siento.