lunes, 5 de diciembre de 2016

Decisiones

Uno de mis aprendizajes más valiosos fue el descubrimiento de que, en cualquier circunstancia, por complicada y enrevesada que pueda ser, solo hay dos momentos en los que uno se ve obligado a tomar una decisión: cuando tiene claro lo que quiere y cuando no hay más remedio.
En los demás casos. No hay por qué hacerlo, nadie te obliga y de nada sirve.
¡Cuántas veces me he comido la cabeza pensando que tenía que llegar a una conclusión sin que eso fuera preciso y sin saber para dónde tirar! 
Normalmente, odiamos no saber, nos imponemos una obligación absurda y necesitamos una respuesta ya. Sin embargo, al mismo tiempo dudamos, no tenemos ni idea de lo que queremos y eso es desalentador. 
Pero ¿quién te obliga a saber lo que quieres? ¿Quién te exige una claridad que a todas luces no se está dando? ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer que no tenemos ni idea de lo que queremos y que no pasa nada, que de momento no hay prisa?
NO SÉ. 
Las palabras mágicas. 
Las que me permiten descansar y liberarme del peso insoportable de creer que tengo que saber. 
NO SÉ. 
NO TENGO NI IDEA. 
Y ahí termina la comida de cabeza. 
Curiosamente, parece que el no tener las cosas claras nos genere estrés cuando la realidad es que el estrés nos lo genera el pretender saberlo todo, en lugar de ver que quizás, algún día, esto lo tenga claro y entonces no dudaré, no hará falta que me devane los sesos porque sabré con certeza lo que quiero. Mientras tanto, no puedo exigirme otra cosa. No quiero exigirme lo que de momento no se da. Reconozco que no sé y estoy en paz. 
No hay prisa.
Ninguna prisa.



No hay comentarios:

Publicar un comentario